Presentación


Los artículos que publico en este blog llevan la pretensión de dar a conocer lo que la filosofía y la teología pueden aportar al debate de problemas actuales, ya analizados desde ópticas más tradicionales. Es la otra visión. Algunos de ellos han sido publicados  en la prensa.

 

Juan Carlos Carrasco es ex-profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo y máster en Gobierno de Organizaciones.

 

 

La sombra de Dios

Piero Cruciatti/AFP

 

 

Estos días de debate sobre temas como la eutanasia han sido ocasión de medir el aceite a la profundidad de pensamiento de nuestra sociedad. En qué nivel está la intelligentsia uruguaya. Cuán coherentes y rigurosos son nuestros razonamientos, que nos aseguren que estamos tomando las decisiones correctas, como país.

Por eso tomo el tema de la eutanasia, que es el más reciente. También se podría tomar el tema del aborto o del matrimonio igualitario. El argumento fuerte de los que han presentado el proyecto es que la persona es libre y tiene el derecho de acabar con su vida en determinadas circunstancias. La libertad es el máximo valor en juego, lo demás es consecuencia. Como dijo un periodista de este diario, con la aprobación del proyecto en diputados, hemos dado un paso hacia la libertad.

Según este argumento, la eutanasia nos haría más libres, porque ahora podemos disponer del final de la vida si se presentan las condiciones. Ya habíamos conseguido disponer del comienzo de la vida, a través del aborto, a partir de la misma razón, que es el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo.  O sea, que somos más libres porque hemos adquirido, como sociedad, un poder sobre el inicio y el final de la vida. Nacen quienes dejamos nacer, y mueren quienes dejamos morir. Hemos adquirido señorío sobre la vida. No significa que haya obligación de aplicar el aborto o la eutanasia, pero tenemos el poder de hacerlo.

Este es a mi entender el razonamiento que se ha usado. Será al menos el de la mayoría de los legisladores, si se aprueba el proyecto. Pero cualquier razonamiento, para ser verdadero, debe partir de una evidencia, de una verdad inobjetable que sea patente a todo el mundo. La fuerza de la evidencia es la fortaleza del razonamiento. Y en este caso, hemos tomado como evidente algo que no lo es: que somos dueños de la propia vida. Ahora bien, las evidencias van en sentido contrario. Nadie se ha dado la vida a sí mismo. En todo caso pertenecería a quienes lo engendraron, pero ni aún así decimos que alguien sea dueño de otro. Tampoco somos dueños de los primeros años de vida, sino absolutamente dependientes, y no sobreviviríamos si dispusiéramos solo de nuestra capacidad. Cierto que con el tiempo vamos adquiriendo algunas habilidades, porque aprendemos lo que otros nos enseñan. Quizás al promediar la vida podemos hacer algún aporte más valioso. Pero ya al declinar la vida nuevamente empezamos a depender de los demás, de modo creciente, hasta la última  etapa, en que tampoco sobreviviríamos si no es por un sistema de cuidados. El concepto del “self-made man” es engañoso porque sólo podría aplicarse en la plenitud de la madurez y de la salud, si es que alguien llega a tenerlas en algún momento.

¿Por qué se afirma entonces que somos dueños de la propia vida y podemos ponerle fin cuando tenemos una enfermedad terminal o cuando sufrimos dolores insoportables? Hay que esforzarse en cerrar los ojos a la evidencia para aceptar ese argumento. Pero sí creo que hay una razón para explicar semejante desatino y es que nos vemos obligados entonces a buscar un autor de la vida. Y ese no puede ser otro que Dios. Pero eso supuestamente no se podría decir en el ámbito público, porque hay personas que no lo aceptan y, en atención a ellas, no se puede poner a Dios como causa de algo. En una sociedad laica como la que se ha entendido hasta ahora, no se puede argumentar que algo es intocable porque pertenece a Dios. Quedamos así encajonados entre la evidencia de los hechos y el supuesto respeto a los que piensan distinto, y debemos elegir entre ir contra la evidencia o ir contra los demás.

El estado actual del laicismo no permite evolucionar a formas más libres y más auténticas. Yo creo que cuando se acuñó esta ideología, en el último tercio del siglo XIX, el nombre de Dios estaba “monopolizado” -si se permite hablar así- por la Iglesia Católica. Y el esfuerzo por quitar poder a la Iglesia, que se había desbordado, obedeciendo entre otras a razones del pasado, se transformó en un desplazamiento de Dios en todos los ámbitos. El efecto ha sido que hoy se identifica hablar sobre Dios y ser católico. Es necesaria una actualización del concepto de laicismo en un escenario en que la Iglesia Católica es minoritaria.

¿Qué sucedería si se mantiene este “statu quo”? Serían varias las consecuencias negativas. Habría temas tabú en el ámbito público, por considerárseles ataques contra la paz social. Se establecería una censura a quienes no respeten el silencio laico. Además, se estaría identificando la postura teísta con la fe católica, con injusticia para los primeros, que conviven pacíficamente con la existencia de un Ser Superior. Y sería injusto también para los católicos, discriminados por su fe religiosa. Pero una de las consecuencias más penosas sería vaciar de contenido la cultura en aras de una ideología que no comprende que Dios es esencial al debate público y que impedir que se discuta sobre él no hace más que estancarnos en la pobreza intelectual.    

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el  27/10/2022

 

Un motivo para ser más

 

 

Desde hace 30 años Uruguay no sale de la franja de los 3 millones de habitantes. En 1985, tres países tenían su misma población: Paraguay, que hoy tiene 7 millones; Nicaragua, hoy con 6.5 millones y Costa Rica que tiene 5 millones. Una buena parte de la explicación es la baja tasa de natalidad, que es de 1,95 hijos por mujer, que no alcanza siquiera a reemplazar a los progenitores, y de esa manera la población desciende.
La primera pregunta que debemos responder es si la baja natalidad es realmente un problema y si requiere una solución. La baja natalidad, efectivamente, es un problema porque la seguridad social se volverá insostenible cuando la población activa ya no pueda sostener a la pasiva. Además, una población envejecida como la nuestra, tendrá naturalmente menos espíritu de innovación, y eso nos llevará a quedar retrasados respecto al resto del mundo. Y con menos población, nuestro territorio actual quedará absorbido por los países vecinos, sobre todo Brasil.
Son hechos reales, pero no impulsan a crecer. Nadie piensa en esto a la hora de tener hijos. Sí afecta a la sociedad en su conjunto y por tanto el Estado hace bien en preocuparse. Por eso se habla a nivel parlamentario de crear incentivos económicos, aunque esas medidas generan una primera reacción de rechazo, porque es como si el Estado buscara aumentar la natalidad a través de una recompensa.  Sin embargo, si se piensa que hay muchas personas, sobre todo de escasos recursos, que no pueden tener más hijos por un problema económico, las medidas consiguen un objetivo que es para toda la sociedad: que cada uno pueda tener los hijos que quiera tener. Este problema sí afecta a cada uno: gente insatisfecha por no poder tener los hijos que desea. Reducciones tributarias por hijo, alargamiento de las licencias maternal/paternal, licencia especial en casos de bebés prematuros o con dificultades al nacer, son algunas de las medidas que se tratan hoy en el Parlamento.
Pero algunos insisten en que esas medidas no son eficaces. Por ejemplo, en Singapur, la ayuda económica por nacimiento llega a 10.000 euros -algo inalcanzable para nosotros- y no ha dado resultado. En cambio, en Hungría, se concede un préstamo subsidiado de US$ 33.000 para las parejas que se casan antes de que la mujer cumpla 41 años. Si luego el matrimonio continúa y llega a tener dos hijos, un tercio del préstamo es condonado; y si tiene tres o más hijos se le condona toda la deuda. Allí los resultados han sido positivos: la tasa de fertilidad, después de alcanzar un mínimo de 1,295 nacimientos por cada 1.000 mujeres en 2003, ha crecido lentamente año tras año hasta 1,511 en 2020.
Se puede discutir, pues, la eficacia de las medidas, pero, en cualquier caso, se trata de crear las condiciones para que las parejas tengan los hijos que desean. Por este camino de mayor libertad, podemos bajar hasta la raíz quizás más profunda de la baja natalidad, la que la constituye en un verdadero mal: la desesperanza oculta. Probablemente tendrá más hijos quien tenga más esperanzas en el futuro. Para quienes éste sea el caso, la baja natalidad no es un problema futuro sino un problema actual.
¿Cómo infundir más esperanza en una sociedad? En realidad, todos apuntan a eso: la política, la economía, la información y la cultura. ¡Bueno sería que no! Yo voy a añadir otro campo de acción que es el social. Y dentro de él, el religioso. Si, como queda dicho, el gran resorte para aumentar la natalidad es la propia motivación, se la debe fomentar. Y hay entre las motivaciones una, que es quizás la de mayor poder: la religión. Conocemos los males de las religiones que se salen de su cauce. Producen desastres de inusitada violencia. Y conocemos los bienes que derivan de una religión canalizada por la razón. Porque la religión da nuevos motivos para trasmitir la vida humana. Lo vemos específicamente en la religión judía y en la cristiana. Recuerdo decir a una mujer judía de 4 hijos que su motivación para tener una familia grande era cambiar el mundo. El país necesita nuevas razones para vivir. Y la religión se las puede dar.
¿Y cómo se fomenta la religión? La misma receta de antes: dar más libertad, que se pueda elegir si tener o no una religión, más posibilidades de hacer de su vida, cada uno, lo que quiera hacer. La instrucción religiosa no es en Uruguay un bien fácilmente accesible. La interpretación prohibitiva de la laicidad la ha erradicado del espacio público, que es donde deben estar todas las ofertas de estilos de vida posibles. La religión debe ser enseñada dentro del espacio público a quienes deseen recibirla. Y es el Estado el que debe favorecer la enseñanza de la religión a los que la pidan, y dejar la educación agnóstica a los que también la pidan. Las dos deben ser favorecidas por el Estado, que es justamente lo que compartimos.
Parece que hemos llegado muy lejos con el tema de la demografía. Pero no tanto, si consideramos que estamos hablando de otro Uruguay, también posible, que encante a más gente. 


Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones

Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 7/7/2022

El Papa y la guerra de Ucrania

 

El sábado 14 de mayo, apareció en El País, un artículo titulado “Sácate la caretita”. La tesis es que la guerra de Ucrania ha servido para que los países del mundo se quiten el antifaz y marquen con claridad de qué lado están, entre ellos los latinoamericanos. Pero el papel más infeliz ha sido el que ha jugado hasta ahora el Papa Francisco. Al igual que los papas anteriores, su actitud es de espera para ver qué pasa con el conflicto, y cuando finalice, dar su opinión diplomática.
Para quien mira la Iglesia desde fuera, la visión es necesariamente reducida. Le resulta difícil comprender que, habiendo católicos y cristianos ortodoxos en Ucrania y en Rusia, ésta es una guerra entre cristianos, como ha dicho el Papa, y por eso siente que no debe condenar sino la guerra en sí misma. Vale la pena repasar las acciones del Papa en los primeros 30 días del conflicto, desde el jueves 24 de febrero, cuando se produjo la invasión. El viernes 25 de febrero, el Papa suspendió sus audiencias y fue a la Embajada de Rusia en Roma, en un acto fuera de protocolo, -de hecho, la primera visita del Papa a un embajador-, para expresarle su preocupación y ofrecer sus servicios en favor de la paz. Desde ese momento no ha dejado de ofrecer su mediación, incluso viajando a Moscú, para detener la guerra. Rusia no ha contestado. Ese mismo día llamó por teléfono a Zelensky y le ofreció sus oraciones por su pueblo. El Nuncio del Papa en Kiev fue uno de los pocos embajadores que se quedaron en Ucrania luego de la invasión.
En su primera audiencia pública, el domingo 27 de febrero, condenó la guerra, sin nombrar a Rusia: “Detengan las armas”, pidió. En esa ocasión, invitó a una jornada de oración y ayuno el siguiente 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, día de penitencia para los católicos, con la petición de que todas las personas se sientan hermanas y termine la guerra. Es posible que quien no vea en la Iglesia una realidad espiritual, las jornadas de oración le parezcan al menos insuficientes. Pero hay que tomar en cuenta que el Papa lo pide a 1.300 millones de católicos que rezan juntos por algo, y ese no es un acto intrascendente. También pidió no olvidar las otras guerras como Siria, Yemen y Etiopía, a las que el Papa ha mencionado repetidamente desde hace tiempo y que forman parte de sus preocupaciones.
El presidente Zelensky invitó al Papa a viajar a Kiev porque su presencia tendría un fuerte impacto. El Papa no respondió a esa invitación, pero el domingo siguiente, en la segunda audiencia pública, el Papa anunció que enviaba a 2 personas de alto rango de la Santa Sede -los cardenales Krajewski y Czerny- llevando ayuda a los necesitados y para expresar al pueblo su cercanía. “¡La guerra es una locura! ¡Detenedla por favor!”, expresó.
El 20 de marzo, el número dos de la Santa Sede, el Secretario de Estado Mons. Parolinsky, celebró una Misa por la paz ante el Cuerpo diplomático acreditado, a la que asistieron los embajadores de Ucrania y Rusia. Allí trasmitió las palabras del Papa, en cuanto que lo de Ucrania no es una operación especial, como la llamó Putin, sino una guerra. A continuación, el Papa tuvo una video conferencia con el patriarca ortodoxo Kirill, en la que coincidieron que las iglesias no deben utilizar el lenguaje de la política en esta guerra. Hay que recordar que recordar que la Iglesia ortodoxa se ha caracterizado siempre por una unión con el poder político. También en este caso el patriarca, desde el comienzo de la guerra, ha hablado del peligro de la patria ante el peligro de los poderes que dominan el mundo, de los valores que hay que defender, en línea con el discurso de Putin.
El viernes 25 de marzo, el Papa consagró el mundo -en especial Ucrania y Rusia- al Corazón Inmaculado de María, pidiendo por la paz. El mismo acto se realizó simultáneamente en Fátima, donde en 1917, en plena Revolución rusa y Primera guerra mundial, la Virgen se apareció a tres pastores y les pidió que rezaran por el final de la guerra, pero anunció que habría otra peor si los hombres no se convertían. Les pidió que el Papa le consagrara a Rusia a su Corazón, para que volviera la paz al mundo. Los papas cumplieron con ese pedido de distintos modos y el Papa Juan Pablo II lo hizo justamente un 25 de marzo, en 1984. Cinco años después se produjo la caída del muro de Berlín. La Consagración que hizo el Papa Francisco tiene una larga tradición, que es necesario conocer.
Finalmente, el domingo 27, a un mes del comienzo, en una audiencia pública, el Papa calificó de “invasión” a Ucrania, la “guerra cruel e insensata”, que se ha lanzado.
Los hechos, tomados de las agencias internacionales de noticias, hablan de una repetida condena del Papa a la guerra, sin dejar de nombrar a los protagonistas, señalando las responsabilidades en el conflicto. En fin, con mejor información, el artículo habría sido un mejor artículo.

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
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Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 30/05/2022



El último debate

 

El martes de la semana pasada tuvo lugar un debate televisivo entre el expresidente Dr. Julio María Sanguinetti y el Cardenal de Montevideo, Mons. Daniel Sturla. 

Fue organizado por el Ministerio de Educación y Cultura, en el ciclo “Arena de debates”, al cumplirse 150 años del nacimiento de José Enrique Rodó. Se realizó en el Hospital Maciel, lugar emblemático, porque en 1906 se retiraron de allí los crucifijos colocados desde el inicio del hospital, que era atendido por una comunidad religiosa. Y es que acababa de aprobarse una ley en el Parlamento que mandaba retirar los símbolos religiosos de las dependencias públicas de salud, entre otras, el hospital Maciel. 

La ley causó un gran revuelo en una sociedad mayoritariamente católica. También entre figuras no católicas se produjo una reacción contraria. Rodó fue uno de esos casos. A través de una carta publicada en La Razón, calificó la medida de “jacobinista” (es decir, de empecinamiento antirreligioso). La postura de Rodó le costó la enemistad del presidente, que era José Batlle y Ordóñez, que bien puede considerarse el autor intelectual de la ley, por su firme postura anticlerical.  Rodó fundamentó sus afirmaciones en varios artículos publicados en la prensa, para contestar los argumentos del doctor Pedro Díaz, que había aparecido como defensor de la ley. Más tarde, Rodó puso sus ideas por escrito en un librillo titulado “Liberalismo y jacobinismo”. Este episodio fue el punto de partida del debate entre Sanguinetti y Sturla. 


A lo largo del mismo, el doctor Sanguinetti fue explicando las causas de las posturas anticlericales. La Iglesia estaba en una situación históricamente dominante, y eso se manifestaba en muchos campos de la vida civil. Pero a medida que fue perdiendo influencia en Occidente, fue cediendo su lugar al Estado, en un proceso que se llamó “secularización”, que comenzó en Europa. Llegó a Uruguay a mediados del XIX y se fue concretando en acciones como el traspaso de la administración de los cementerios de la Iglesia al Estado, en el gobierno de Berro; en la prohibición de la educación religiosa en las escuelas, con la reforma de José Pedro Varela; en la expulsión de las comunidades de religiosos de los centros de salud, durante el gobierno de Batlle y Ordóñez. Y, finalmente, con una nueva Constitución en 1917, en que la religión católica dejó de ser la religión oficial del Estado. A partir de ese momento, el Estado se considera laico, es decir, no tiene ninguna religión y reconoce todos los cultos religiosos. 


A su vez, el Cardenal Sturla explicó que la posición de influencia de la Iglesia había sido consecuencia de la gran incidencia que tuvo en la construcción del país, desde los inicios de su historia. Y señaló algunos momentos más destacados, como poner en marcha los primeros institutos de educación escolar, el impulso al progreso industrial por la acción de los jesuitas, la puesta en marcha de la Universidad, la participación del clero en las gestas de independencia durante el período artiguista. El Papa Juan Pablo II, en su visita al país, en 1987, había dicho que “el Uruguay había nacido católico”, expresión que resume esa realidad. 


Ambos reconocieron posiciones agresivas de representantes de cada parte en aquel proceso. Posturas y dichos que ojalá no se hubieran producido. Por eso el Cardenal se refirió a las “heridas” que permanecen abiertas, mientras el doctor Sanguinetti prefirió hablar de “cicatrices”. Son expresiones igualmente gráficas, pero cada una revela un aspecto diferente: las heridas son derechos que quedaron lesionados y que exigen una reparación, las cicatrices son los acuerdos a los que hubo que llegar para preservar la paz, cediendo cada uno en una parte de sus aspiraciones. A esta actitud se la ha denominado tradicionalmente tolerancia, que expresa que hay elementos negativos con los que es preciso convivir, mientras no se puedan quitar. Para quienes no conozcan esta parte de la historia, me permito citar el episodio que protagonizó D. José Batlle y Ordóñez en las discusiones de la Constitución de 1917, que pedía que el Estado quitara la propiedad de los templos de la Iglesia porque se habían construido con dineros públicos, cuando Iglesia y Estado estaban unidos. Batlle renunció a esta idea a cambio de que la oposición le aceptara su idea del Ejecutivo colegiado, tal como se aprobó. Y así la Constitución reconoció a la Iglesia la propiedad de los templos, y se instauró el Ejecutivo colegiado. Se ve hasta qué extremos se llevaba la discusión.  


Titulé este artículo como “el último debate”, no tanto porque sólo ha transcurrido una semana del mismo, sino porque creo que los hechos pasados han quedado claros y suficientemente discutidos. Como dijo el Dr. Sanguinetti al final: “podríamos hablar horas sobre el tema”. Pienso que las nuevas generaciones desean discutir sobre lo que aún no se ha conseguido. Es preciso seguir avanzando. Por poner solamente un ejemplo, la educación pública no depende de la Iglesia y nadie se ve obligado a profesar una fe religiosa si no lo desea. Pero se debe atender a quienes desean tenerla, en el marco gratuito que el Estado ofrece. Es decir, que el Estado asegure a cada ciudadano el derecho a elegir la religión que desea para sus hijos.
Hay muchas cuestiones que exigen, a las nuevas generaciones, soluciones nuevas. Y vivimos en un clima de paz suficiente como para discutirlas. 

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones

Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 2/12/2021







Iglesia Católica y Democracia

 

La intención de este artículo es dar a conocer una investigación, interesante para cualquier persona que pretenda hurgar en las raíces de las democracias modernas. Pertenece al campo de la psicología, y fue realizado por el Dr. Jonathan F. Schultz y su equipo. Se titula “The Church, intensive kinship, and global psychological variation”. Apareció en la revista Science, en 2019 (1). El equipo estudia la notable variación de perfiles psicológicos en las poblaciones del mundo. Destacan uno en particular, raro dentro del conjunto, que corresponde al grupo de sociedades actualmente desarrolladas: Europa, y sus descendientes culturales, Norteamérica y Australia-. Este grupo de países lo designan con la sigla WEIRD (en inglés: occidentales, educados, industrializados, ricos y democráticos). 

Las características psicológicas de este grupo de naciones son las siguientes. En primer lugar, la individualidad. Podemos definirla como el aprecio por la intrínseca dignidad de la persona, valorada en sus derechos y deberes intransferibles. En segundo lugar, la independencia, que es la capacidad de valerse por sí mismo, sin que eso implique prescindir de su condición social. En tercer lugar, una tendencia amigable hacia los extraños, que no son vistos como enemigos por el solo hecho de no pertenecer al propio grupo. En cuarto lugar, el inconformismo, que connota una disposición a cambiar lo que es susceptible de cambio y mejora. Si quisiéramos describir estas características por su opuesto, diríamos que son lo contrario al gregarismo. 

La tesis que la investigación intenta demostrar es doble. La primera, que las sociedades con esas características no se basan en relaciones de parentesco. El gregarismo, en las sociedades WEIRD, es menor que en la sociedades menos desarrolladas. Es una afirmación bien documentada en muchos estudios actuales, pero de la que no se ha procurado suficientemente explicar la causa. La segunda tesis es que esas sociedades son las que han recibido mayor influencia de la Iglesia Católica durante el Medioevo. En otras palabras, pretenden demostrar que fue la acción social de la Iglesia Católica a lo largo de la Edad Media la que produjo la transformación de una Europa primitiva basada exclusivamente en estructuras familiares, a una Europa basada en vínculos abiertos, más amplios que los parentales. El período de 1.000 años del Medioevo, que transcurre entre 500-1.500 DC, en los que la influencia de la Iglesia Católica fue predominante, crearon la base social de los que hoy son los países desarrollados. 

Para expresar sus resultados, definen una variable -“densidad de parentesco”-, que es la proporción o tasa de casamientos entre primos dentro de una sociedad. Demuestran que a mayor tiempo de presencia de la Iglesia Católica en un país (o una región dentro del país), menor es la densidad de parentesco. 

Desde el punto de vista antropológico, la primera organización humana es la familia, y primariamente el tejido social se constituye con relaciones de parentesco. Esto se reforzó con el sedentarismo, resultado de la aparición de la agricultura, que hizo necesaria la defensa del territorio y la organización de la producción. Así se estrechan los vínculos entre parientes y eso genera organizaciones patriarcales como los clanes o tribus. En una tribu, los lazos intensos de parentesco producen, desde el punto de vista psicológico, conductas de obediencia a las normas internas del grupo, de culto a los antepasados, de lealtad a los parientes por encima de los extraños al grupo. Una sociedad tribal, por ejemplo, reconoce las normas de la tribu, antes que las normas universales, tanto morales como legales. 

A estas razones de carácter antropológico y psicológico, hay que añadir una razón histórica. Con el comienzo de nuestra era, aparecen religiones más universalistas, con códigos morales que derivan de una creencia en una vida después de la muerte. Su influencia alcanza a las instituciones familiares de distinto modo, según la religión de que se trate. Por ejemplo, en Persia, el zoroastrismo ensalza el matrimonio con parientes, incluso entre hermanos. El Islam, siglos más tarde, permitió la poligamia y fomentó el casamiento entre primos. 

¿En qué consistió la influencia de la Iglesia Católica en Europa, para dar origen a una psicología propia que caracteriza hoy a esa sociedad desarrollada? Los investigadores la denominan Programa sobre matrimonio y familia (MFP en inglés). Es una combinación de prohibiciones y prescripciones religiosas, por las que la Iglesia romana atacó sistemáticamente, desde el comienzo, las formas institucionales basadas en el parentesco. Comenzó con prohibiciones de ciertas prácticas matrimoniales que aseguraban alianzas entre familias; por ejemplo, el levirato, por el que la viuda debía casarse con el hermano del marido difunto, algo usual entre tribus del Asia Central. La poligamia y el culto a los antepasados fueron prohibidos desde el principio. Pero fue el incesto, por sobre todo lo demás, el gran peligro que la Iglesia combatió. Para conjurarlo, hacia el año 1000 por ejemplo, estaban prohibidos los matrimonios entre primos hasta sexto grado. Igualmente los matrimonios con padrastros y parientes políticos. O con parentesco espiritual (padrinos de bautismo, por ejemplo). 

Al mismo tiempo la Iglesia promovió el matrimonio por elección libre -lo contrario al matrimonio “arreglado”- y requirió a menudo que las parejas recién casadas se establecieran en viviendas independientes del resto de la familia. También combatió ciertas prácticas de adopción legal, segundas nupcias y matrimonios polígamos, así como el concubinato; hasta el punto que muchas dinastías desaparecieron por falta de herederos. 

Concluyendo, si Europa, hacia el comienzo del Medioevo, lucía un aspecto muy similar a otras sociedades de agricultores -clanes, poligamia, sistema patriarcal y culto a los antepasados-, fue un largo período de influencia social de la Iglesia Católica, que la llevó, en los inicios de la Edad Moderna, a tener la configuración que hoy conocemos, y que se difundió en el mundo occidental. 


(1) Schultz et al., Science 366, 707 (8 de noviembre de 2019)

 

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
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Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 16/8/2021

 

¿Vale la pena?

 

¿Vale la pena seguir discutiendo sobre el aborto? Si ya se aprobó por ley, y luego se hizo un referéndum para anularla y no se consiguió. ¿Vale la pena insistir? Los que estamos en contra del aborto, ¿por qué no nos resignamos ante la evidencia y, en su lugar, dedicamos nuestras energías a otras iniciativas, de ayuda a la mujer, que puedan encontrar un consenso social más amplio? Además, uno tiene la impresión de que todo sigue exactamente igual que antes. Ahora cada cual puede guiarse por su conciencia: quien no quiera abortar no se verá en la obligación de hacerlo; y quien lo hace, en su conciencia no comete ninguna ilegalidad. 

Pero hay un problema. La sociedad tenía que resolver la situación de mujeres que se sentían coaccionadas a mantener un embarazo que no deseaban, y la solución que encontró fue el aborto. Pero ofrecer el aborto como opción creó una incertidumbre en una gran masa de gente, sobre si seguía habiendo vida humana donde hasta ahora pensaba que la había. Este pronunciamiento implícito del Estado ha causado una profunda división social.

Nadie querría un aborto si eso significara matar a un inocente. Quienes lo apoyan piensan que no están delante de una persona. Por eso se puede extraer el feto del vientre de la madre sin más cuestión que cualquier otra cirugía de extracción de un órgano. Pero esto es precisamente lo contrario a lo que opinan los que se oponen al aborto. Son dos respuestas opuestas a la pregunta si el feto es un ser humano o no. Es una contraposición más radical que aborto sí, aborto no.

Las democracias permiten que en la sociedad convivan distintas opiniones, porque disponen de mecanismos para validar una de ellas, sin que se quiebre la convivencia. A pesar de las diferencias, se comparten valores más profundos. Todos estamos de acuerdo en el valor de la libertad, de la honestidad, del valor de la vida humana, de la necesidad de aliviar a los débiles, etc. Pero el tema de la condición humana del feto es el punto de partida de todos los valores. Todos los seres de nuestra especie son seres humanos, somos iguales, y por eso podemos compartir valores; pero si no coincidimos en esto, ¿en qué vamos a coincidir? 

La experiencia histórica nos dice que cuando se pone en duda la igualdad de las personas, se cometen grandes estragos. Ha sucedido con los indios, con los esclavos, con los discapacitados, con los inmigrantes pobres y un largo etcétera, fácilmente ubicable en el pasado. Cuando ocurre, automáticamente se abre la puerta a la injusticia, porque quien pone en duda la condición humana de otros, es el mismo que, en definitiva, determina quién es humano y quién no. Y eso lo puede hacer quien ostenta la fuerza. O los hombres tenemos igual dignidad, o unos determinarán por la fuerza quiénes merecen ser considerados tales.

            Cuando la ciencia médica era más primitiva, el momento de la muerte se determinaba por la respiración, mientras se respiraba, la persona estaba viva. Luego se vio que no era un criterio adecuado, porque la persona podía estar viva y no percibirse su respiración. Con el avance médico, se utilizó el pulso cardíaco más preciso que la respiración. Si no, podíamos estar delante de una persona viva, pensando que estaba muerta. Modernamente la muerte se constata por la actividad cerebral que se mide con un encefalograma. Aún así, siempre se ha mantenido el velatorio del cadáver, como el criterio más seguro. El progreso científico nos ha ido proporcionando el verdadero criterio de un ser humano vivo.

            Se ha abierto una división en la sociedad con la ley del aborto: ésa es la razón por la que vale la pena seguir debatiendo el tema. Hace falta un reencuentro de la sociedad en este tema, que se consigue con la verdad sobre el feto humano. El Papa Francisco, en Fratelli tutti, afirma que la verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos. […] Cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas. […].

            No es tampoco un debate extemporáneo. Seguramente será necesaria una ley del rango del Código civil uruguayo para colmar ese vacío, que por alguna razón se produce en este momento, y no en otro. Las circunstancias históricas no las elegimos nosotros, nos vienen dadas, para que sigamos fortaleciendo la cultura que construimos entre todos. 

 

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
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Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 8/3/2021

Las sugerencias del Papa

AFP


    Así podría titularse la última encíclica Fratelli tutti del Papa Francisco publicada en octubre de 2020. Un llamado, primero a los católicos, para que no se olviden de comportarse realmente como católicos. Y luego a todos los que les preocupe la situación del mundo. Es una voz que escuchan millones de personas y que por eso puede ser eficaz. En un lugar, el Papa hace una afirmación sorprendente: “A veces me asombra que, con semejantes motivaciones, a la Iglesia le haya llevado tanto tiempo condenar contundentemente la esclavitud y diversas formas de violencia”. Parece una frase de alguien con poco afecto por la Iglesia, pero no del Papa. En su contundencia, empuja a los católicos a decir ¡Ojo! ¡que no nos ocurra lo mismo con la pobreza y la miseria actual del mundo! Que no se nos olvide que 700 millones de personas están por debajo del umbral de pobreza, que pasan hambre, no tienen vivienda, no pueden educarse y carecen de medios para proteger su salud. ¡Y que en Uruguay hay más de medio millón de personas en condiciones de pobreza y vulnerabilidad social! ¡Que no se nos olvide!

            Claro, para solucionar ese problema, tiene que haber un cambio climático en el mundo, no precisamente de temperatura, sino de conciencia social. Si personas o países piensan que no se puede vivir de una forma diferente a la que vivimos, es un problema sin solución. Para ellos, a 700 millones de personas en el mundo, o a medio millón de uruguayos les tocó esa suerte y punto. Sin embargo, para el Papa hay remedios que se pueden poner, o mejor aún, hay “modos” de hacer que pueden y deben modificarse para conseguir el resultado. “Sin dudas, se trata de otra lógica. Si no se intenta entrar en esa lógica, mis palabras sonarán a fantasía”, dice el Papa.

            Hay un nudo gordiano que es preciso cortar: la disputa ideológica de liberalismo y progresismo, en la que estamos enroscados hace 200 años. Es un marco bifronte que una buena parte del mundo se ha fabricado. Con ese marco se clasifica todo. Hay un Papa liberal que dice: “La superación de la inequidad supone el desarrollo económico”. Y hay un Papa progresista: “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente”. Otra vez el Papa liberal: “Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras”. Y otra vez el Papa progresista:  “En ciertos contextos, es frecuente acusar de populistas a todos los que defiendan los derechos de los más débiles de la sociedad”.  Hay que abandonar las ideologías, no sirven para gobernar, ni para consensuar, ni para implementar políticas. Dividen. Enconan. Resienten. Se crea un muro en el corazón mismo de las personas, que impide apreciar la opinión de los que piensan distinto.

El problema es cómo se consigue superar las ideologías. Si nos mantenemos dentro del rango de las sociedades pluralistas, el diálogo es el camino más adecuado. Y el diálogo crea consenso. Y mediante el consenso, se llega a valores que son permanentes y se apoyan en la condición misma de persona. No dependen del consenso, aunque se llegue a ellos a través del consenso. No es negociable, por ejemplo, la dignidad humana.

Con las ideologías se priorizan las ideas. Pero hay que priorizar las personas. El Papa lo expresa así: “Nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas”. Por esta senda se pueden elaborar “políticas de Estado” que son las que construyen los países. En Uruguay el tema de la indigencia humana podría dejarse fuera de los planes partidarios. Tener como política de Estado reducir drásticamente la pobreza. Para ello se elabora un plan de medidas consensuado que se aplicará cualquiera sea el gobierno. Y se implementará sin límite de tiempo, hasta su consecución. Pero claro, el plan no tendrá como objetivo terminar con los capitalistas o radiar al Estado de la sociedad. Se penará, en cambio, el capital improductivo y se combatirá la burocracia estatal. Pero no habrá “caza de brujas”. El Estado se aliará con los privados, el campo con la industria y el comercio.

Ese esfuerzo de unidad no puede dejar de lado lo religioso que hay en todas las personas. Se ha anestesiado la expresión religiosa en procura de una falsa tolerancia social. Es preciso ser intolerantes con las religiones que pretendieran violar la autonomía política. Se debe dar, en cambio, el legítimo lugar a las religiones para la construcción de un mundo mejor. O para despertar las fuerzas espirituales, presentes en todo el que vive según un horizonte trascendente. 

 

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones

Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 18/1/2021

Recuperar lo que se va perdiendo

 


En la Rusia soviética de los años 30 del pasado siglo se produjo el suicidio de algunas personas del mundo de las letras que, como referentes de la intelligentsia soviética, provocaron especial impacto en la sociedad comunista. Uno de ellos dejó escrito: “Que es difícil morir, todos lo sabemos, pero también es difícil vivir”. Esta idea resuena en mi mente ante los datos del descenso de la natalidad en Uruguay. Vivir se ha hecho más difícil en nuestra sociedad. Las explicaciones de los demógrafos sobre este fenómeno no nos aportan demasiadas pistas y no sugieren ninguna solución. Por ejemplo, entre mujeres más educadas, se aplaza la edad de tener el primer hijo. Sugieren que los hijos vendrán igual, pero diez años más tarde, seguramente menos de dos. Sin embargo, esas mismas mujeres declaran luego que les hubiera gustado ser madres más jóvenes. No quedaron satisfechas con su decisión. Entre la población adolescente y pobre, los demógrafos afirman que sucede lo contrario, es decir, que tienen más hijos de lo que quisieran, porque eso no les ha permitido estudiar y han vivido rebuscándose para poder alimentar a sus hijos. Tampoco están satisfechas. Personas de dos capas diferentes de la sociedad que viven un fracaso, vinculado al índice de fertilidad.
He aquí que tenemos ya una causa de la baja natalidad, porque nadie opta por el fracaso en su vida. Parecería que el caso de las mujeres universitarias se podría solucionar si la maternidad no provocara retraso en el ejercicio profesional. El movimiento feminista -fue una consigna de la marcha del 8 de marzo- reclama condiciones laborales que permitan a hombres y mujeres acceder por igual a salarios y cargos en las organizaciones. Creo que es el camino para este sector de la sociedad. Por eso, formar familia no es un reto para la mujer sino para la sociedad. Y esto empodera la vida de la mujer.
    En el caso de las adolescentes pobres, que es el sector donde más crece la población en Uruguay, la medida que se ha tomado tiene un efecto inverso a lo que se busca. Es una campaña de esterilización por parte del Ministerio de Salud Pública, con el uso del anticonceptivo subdérmico de larga duración, que se coloca a las adolescentes en las policlínicas barriales. Una campaña muy exitosa, porque se han logrado bajar 18% los embarazos en tres años, dato que preocupa a los demógrafos uruguayos. Pero he aquí una nueva causa de la baja natalidad. La mujer queda ampliamente en desventaja, porque el hombre, más irracional que la mujer, se mueve con la libertad de algo que no entraña riesgos. Un abuso que el feminismo no ha sabido denunciar. La solución para bajar el embarazo adolescente, es una vez más, el empoderamiento de la mujer que pueda manejar su sexualidad, sin la imposición de un método que la considera incapaz de hacerlo.
    En esta enumeración incompleta de causas, hay un tercer dato a tener en cuenta. El número de matrimonios en Uruguay ha bajado a la mitad en los últimos 35 años de vida democrática, mientras las uniones libres se han multiplicado por cinco en el mismo período de tiempo. No es que las personas sean más libres para no casarse, porque la vida en pareja sigue siendo la opción mayoritaria. En realidad, ha crecido el miedo a un compromiso definitivo. Por una razón: el fracaso matrimonial está muy presente en la vida de todas las personas. La legislación a favor del divorcio, ya hace más de un siglo, ha creado el clima de que no hay otra forma de solucionar los problemas de pareja sino por la ruptura. Desde el momento que está en la legislación, así lo consideran los jueces, los abogados y, sobre todo, las parejas. Y eso causa una tremenda falta de esperanza. Están a la vista las consecuencias de las rupturas. Los hijos de matrimonios fracasados comienzan la vida en pareja con una luz roja encendida. Lo que han vivido, probablemente se vuelva a repetir y no quieren causar a sus hijos el dolor que ellos experimentaron.
    Las tres razones que hemos mostrado responden a un fenómeno común: el miedo al fracaso. Y ese sentimiento se manifiesta en menor fertilidad. No parece disparatado. Pero el miedo no se arregla dando dinero a las parejas para que tengan hijos. La respuesta viene más bien por la responsabilidad personal. Emplear el mismo recurso que resultó exitoso para controlar la pandemia. En este caso, se trataría de conseguir que “las personas tengan la cantidad de hijos que desean, en el momento en que quieran tenerlos y con las condiciones adecuadas para su crianza”, como explicaba el representante del Fondo de Población. Crear las condiciones sociales y económicas para que eso se pueda lograr. En último término, un Uruguay más seguro, más optimista, más esperanzado.
    Quizás los demógrafos piensen que ese cambio no es posible en el país. En ese caso, ellos tendrían que ser los primeros en cambiar su cabeza. Y es que, si no se implementa ese cambio, el Uruguay cambiará igual, pero en su identidad. Porque el territorio que ocupamos no quedará deshabitado. La inmigración se dará naturalmente, y con ella, un cambio de mentalidad que nosotros no hemos sabido provocar. No será el Uruguay que se ha forjado en los casi 300 años que llevamos encima de esta tierra oriental. No será el apocalipsis.

 

Juan Carlos Carrasco
Ingeniero Industrial Mecánico
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 19/10/2020


Yo no suicido




En el presente debate sobre la eutanasia estamos oyendo mucho a los políticos y poco a los médicos. Y sin embargo el proyecto de ley es para los médicos. Se está legislando para la comunidad médica. En el artículo 1 se comienza diciendo “Está exento de responsabilidad el médico que actuando de conformidad….le da muerte o la ayuda a darse muerte”. El cambio que introduce es trascendental. Basta pensar que si una persona con enfermedad terminal me pide que acabe con su vida, y lo hago, soy un homicida; pero si lo hace un médico, la ley le asegura que no lo es. En adelante habrá dos personas distintas ante la ley: los médicos y todos los demás. Y no serán distintas por razones de raza, de religión o de orientación sexual, sino por su status moral. El proyecto pretende cambiar, en el caso del médico, su condición moral. El suicidio asistido no es sino un homicidio a pedido. El que lo solicita, si reúne las condiciones que el proyecto determina, tiene derecho a solicitar al médico que cambie sus convicciones morales para atender su requerimiento. No le pide que cambie sus opiniones o sus gustos o sus aficiones. Le pide que cambie sus valores morales, que deje a un lado su identidad personal, por el simple hecho de padecer una enfermedad terminal y querer poner fin a su vida.
Este proyecto pasa por encima de algo básico en la ciencia ética y es la transformación moral que sufre quien realiza una acción. Cuando se comete un crimen, la víctima pierde la vida, y eso es un mal, pero no es el único. Aristóteles, afirmaba que en el homicidio existe un mal mayor, que es que una persona, libremente, se ha transformado en un homicida. Las acciones moldean a los que las protagonizan. En una acción corrupta se corrompe el que la realiza, corrupción que crece con la repetición de acciones en el mismo sentido. 
Se puede objetar que el médico no tiene la obligación de aceptar. Es verdad. Cada cual puede guiarse por su conciencia: quien no quiera hacer una eutanasia o un suicidio asistido, no se verá en la obligación de hacerlo; y quien lo hace con la aprobación de la ley, quizá lo haría en cualquier caso. Y si un médico rechaza la propuesta, habrá que dar con otro médico que lo haga. De ese modo todos actuarían según su conciencia. Además, es un acto en un entorno muy reducido: el paciente, dos médicos y dos testigos. No se causa un mal a otros.
Sin embargo se ha quebrado un valor que unía a toda la sociedad –la democracia necesita valores compartidos- que es el valor de la vida, y se ha instalado un derecho a la muerte. Y eso se ha producido al interior de una comunidad que era la garantía de ese derecho. Hasta ahora hemos recurrido a los médicos para que preserven nuestra salud y confiamos en que tienen el empeño de hacerlo, que lo harán mejor que lo que podríamos hacer nosotros, que van a defender nuestra vida porque los interesados no podemos hacerlo. En adelante, con esta ley, el médico podrá proteger la vida o podrá quitarla deliberadamente, si lo solicitamos.
Quizás sea difícil dar una definición teórica de lo que es un hombre, pero la experiencia nos lo hace descubrir, sobre todo, cuando nos encontramos frente a uno que sufre, que es víctima del poder, que se encuentra indefenso e, incluso, condenado a muerte. Y se puede comprender que es posible caer en la desesperación ante una muerte que llega inexorable. Por tanto, no es un momento de libertad, como se pretende hacer creer cuando alguien pide la muerte. Más bien se ha perdido la capacidad de ser libres. Somos esclavos, más que nunca. No se busca la muerte para dar vida a otro, ni tampoco por un ideal, ni por la patria, ni por la fe. Se hace porque ya no quedan esperanzas. Es la resignación frente a lo inevitable. Justamente en ese momento es que necesitamos que quien está a nuestro lado nos devuelva la esperanza para aliviar el dolor, para que recuperemos nuestra dignidad de personas. Y ese es el rol del médico. Es la persona que lidia permanentemente con la muerte, que ve morir a muchos, y nos asegura que está allí para que no suframos, porque tiene los recursos para eso; más aún: el sentido de su profesión es sanar, y si no puede, aliviar.
¿Qué sucederá si en adelante los médicos quedan divididos en dos grupos, los que rechazan la eutanasia y los que la practican? Seguiremos pensando que los médicos son los que combaten la muerte, los que ponen todo de sí para librarnos de ella si lo pueden hacer. Los otros, diremos que no son médicos. De hecho, es como define el Código de ética médica lo que es un médico. La exposición de motivos del proyecto termina diciendo: “Esperamos, sí, que de convertirse en ley el proyecto que presentamos, el gremio médico se plantee la revisión del citado artículo 46 (artículo del Código que prohíbe la eutanasia)”. El Estado, en defensa de la libertad, es el que impone a los médicos la ética con que deben actuar.
Esta es la óptica con que se debe estudiar el así llamado “cocktail” que supuestamente ya se administra a los pacientes terminales. Se dice que la eutanasia se está aplicando hoy y que la ley es un sinceramiento de esa realidad de hecho, para que la sociedad ponga fin a su hipocresía. Lamentablemente es como funciona con algunos médicos. Pero la mayoría actúa buscando aliviar, aunque el remedio quite la conciencia o acelere la muerte. Este sí es un sinceramiento necesario para la sociedad: que se sepa quiénes hoy ya están aplicando la eutanasia, y programan la muerte del paciente como quien programa una intervención quirúrgica, con fecha y hora.   
Finalmente hay quienes dicen que no se puede aplicar a una sociedad los dogmas de una religión particular. Eso es evidente. Pero hay que tener en cuenta que esta ley es para quienes la muerte es el final. Los creyentes no la necesitan porque saben que el dolor y la muerte no tienen la última palabra, que no hay motivos para la desesperación. 

Juan Carlos Carrasco
Ingeniero Industrial Mecánico
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 3/08/2020