Un motivo para ser más

 

 

Desde hace 30 años Uruguay no sale de la franja de los 3 millones de habitantes. En 1985, tres países tenían su misma población: Paraguay, que hoy tiene 7 millones; Nicaragua, hoy con 6.5 millones y Costa Rica que tiene 5 millones. Una buena parte de la explicación es la baja tasa de natalidad, que es de 1,95 hijos por mujer, que no alcanza siquiera a reemplazar a los progenitores, y de esa manera la población desciende.
La primera pregunta que debemos responder es si la baja natalidad es realmente un problema y si requiere una solución. La baja natalidad, efectivamente, es un problema porque la seguridad social se volverá insostenible cuando la población activa ya no pueda sostener a la pasiva. Además, una población envejecida como la nuestra, tendrá naturalmente menos espíritu de innovación, y eso nos llevará a quedar retrasados respecto al resto del mundo. Y con menos población, nuestro territorio actual quedará absorbido por los países vecinos, sobre todo Brasil.
Son hechos reales, pero no impulsan a crecer. Nadie piensa en esto a la hora de tener hijos. Sí afecta a la sociedad en su conjunto y por tanto el Estado hace bien en preocuparse. Por eso se habla a nivel parlamentario de crear incentivos económicos, aunque esas medidas generan una primera reacción de rechazo, porque es como si el Estado buscara aumentar la natalidad a través de una recompensa.  Sin embargo, si se piensa que hay muchas personas, sobre todo de escasos recursos, que no pueden tener más hijos por un problema económico, las medidas consiguen un objetivo que es para toda la sociedad: que cada uno pueda tener los hijos que quiera tener. Este problema sí afecta a cada uno: gente insatisfecha por no poder tener los hijos que desea. Reducciones tributarias por hijo, alargamiento de las licencias maternal/paternal, licencia especial en casos de bebés prematuros o con dificultades al nacer, son algunas de las medidas que se tratan hoy en el Parlamento.
Pero algunos insisten en que esas medidas no son eficaces. Por ejemplo, en Singapur, la ayuda económica por nacimiento llega a 10.000 euros -algo inalcanzable para nosotros- y no ha dado resultado. En cambio, en Hungría, se concede un préstamo subsidiado de US$ 33.000 para las parejas que se casan antes de que la mujer cumpla 41 años. Si luego el matrimonio continúa y llega a tener dos hijos, un tercio del préstamo es condonado; y si tiene tres o más hijos se le condona toda la deuda. Allí los resultados han sido positivos: la tasa de fertilidad, después de alcanzar un mínimo de 1,295 nacimientos por cada 1.000 mujeres en 2003, ha crecido lentamente año tras año hasta 1,511 en 2020.
Se puede discutir, pues, la eficacia de las medidas, pero, en cualquier caso, se trata de crear las condiciones para que las parejas tengan los hijos que desean. Por este camino de mayor libertad, podemos bajar hasta la raíz quizás más profunda de la baja natalidad, la que la constituye en un verdadero mal: la desesperanza oculta. Probablemente tendrá más hijos quien tenga más esperanzas en el futuro. Para quienes éste sea el caso, la baja natalidad no es un problema futuro sino un problema actual.
¿Cómo infundir más esperanza en una sociedad? En realidad, todos apuntan a eso: la política, la economía, la información y la cultura. ¡Bueno sería que no! Yo voy a añadir otro campo de acción que es el social. Y dentro de él, el religioso. Si, como queda dicho, el gran resorte para aumentar la natalidad es la propia motivación, se la debe fomentar. Y hay entre las motivaciones una, que es quizás la de mayor poder: la religión. Conocemos los males de las religiones que se salen de su cauce. Producen desastres de inusitada violencia. Y conocemos los bienes que derivan de una religión canalizada por la razón. Porque la religión da nuevos motivos para trasmitir la vida humana. Lo vemos específicamente en la religión judía y en la cristiana. Recuerdo decir a una mujer judía de 4 hijos que su motivación para tener una familia grande era cambiar el mundo. El país necesita nuevas razones para vivir. Y la religión se las puede dar.
¿Y cómo se fomenta la religión? La misma receta de antes: dar más libertad, que se pueda elegir si tener o no una religión, más posibilidades de hacer de su vida, cada uno, lo que quiera hacer. La instrucción religiosa no es en Uruguay un bien fácilmente accesible. La interpretación prohibitiva de la laicidad la ha erradicado del espacio público, que es donde deben estar todas las ofertas de estilos de vida posibles. La religión debe ser enseñada dentro del espacio público a quienes deseen recibirla. Y es el Estado el que debe favorecer la enseñanza de la religión a los que la pidan, y dejar la educación agnóstica a los que también la pidan. Las dos deben ser favorecidas por el Estado, que es justamente lo que compartimos.
Parece que hemos llegado muy lejos con el tema de la demografía. Pero no tanto, si consideramos que estamos hablando de otro Uruguay, también posible, que encante a más gente. 


Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones

Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 7/7/2022