Un tema no acabado


Leonardo Carreño

El tema de la laicidad en Uruguay es como una placa tectónica debajo de la tierra, que normalmente permanece inmóvil sustentando el suelo que pisamos, pero basta un leve desplazamiento para que un temblor sacuda furiosamente la superficie y se vengan abajo los edificios más sólidos. En la superficie de la sociedad el clima de tolerancia y convivencia pacífica fruto del Estado laico, parecen valores indiscutidos y asegurados para siempre. Pero periódicamente se producen temblores en la superficie que indican un movimiento profundo de placas geológicas, de cosas que no están resueltas. El último suceso anterior a la pandemia fue una ceremonia en la Catedral de Montevideo con la presencia del presidente, al día siguiente de haber asumido.  Inmediatamente algunos objetaron que se violaba la  Constitución, al participar el gobierno de una ceremonia interreligiosa.


La realidad es que no fue un acto de culto católico sino un encuentro en el que, además del Cardenal Sturla, asistieron representantes de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, la Iglesia Anglicana del Uruguay, la Evangélica Armenia y un rabino de la comunidad judía.  El Estado no se puso en la situación de favorecer un culto determinado, sino que asistió a un encuentro en el que se rezó por los desafíos del nuevo gobierno para bien de la gente. En término de escena, cada uno estuvo en su sitio: las distintas religiones elevaron sus plegarias y el Estado no desestimó ese acto sino que lo agradeció con su presencia. No se violó la Constitución, sino que se favoreció la expresión de los cultos reconocidos por ella. 

También podían haber estado representantes de las personas agnósticas del Uruguay. También ellas sostienen la existencia de un Dios, aunque no vayan más allá de su existencia. Son personas que no se identifican con ninguna religión positiva, pero reconocen a un Ser superior, constructor  del orden del universo, al que pertenece nuestra sociedad, y son solidarios con los cultos religiosos en invocar a Dios como ese Ser del que todo depende, para que el nuevo gobierno democrático tenga una buena gestión, en provecho de toda la comunidad. Todo el que sostenga que existe un Dios podía haber estado allí, sin violar el derecho de nadie.

Las protestas vienen de personas que entienden que se viola la laicidad del Estado ante cualquier aparición pública de cualquier religión. La religión en sí misma es para ellas peligrosa, porque si se permite –piensan- la sociedad se verá arrastrada a la división social y al fanatismo. No es honesta esta actitud de unir fanatismo y religión. En todos los sectores de la sociedad hay manifestaciones radicales que si no se perciben con espíritu amplio, podrían sonar ofensivas.


El campo de la política es un ejemplo paradigmático. Un político cuyo espíritu de tolerancia no se puede poner en duda, durante el período electoral, afirmó que las elecciones iban a dirimirse entre los que piensan que Venezuela es una dictadura y los que opinan lo contrario. Suena intolerante esa clasificación de enfrentamiento de personas, durante una campaña electoral, que debe ser el momento de mayor respeto. El tema deportivo presenta ejemplos mucho mayores de intolerancia porque incluso se consideran honorables. Y de hecho ha habido víctimas mortales. El fanatismo, por tanto, no es patrimonio de lo religioso, sino de toda acción humana que se cierra a lo que es distinto. Es un ataque a la religión identificarla por sí misma con el fanatismo, más si lo que se quiere salvaguardar es la tolerancia.

Las causas de esta hostilidad a lo religioso se pueden buscar en el choque del Iluminismo con la Iglesia Católica, especialmente en Francia, en el siglo XVIII. La Iglesia tardó mucho en distinguir la noble causa de la reivindicación de la libertad social y política, de las actitudes hostiles a la Iglesia que acompañaron a esos ideales. A esos ataques, la Iglesia se resistió, y eso retrasó su toma de conciencia del contenido de la libertad religiosa, que llegó más tarde. Esta conciencia ha seguido madurando con el paso del tiempo, y es necesario que se vaya plasmando en nuevas formas sociales, para las que no estábamos preparados cien años atrás.

La sociedad actual, lejos de las violencias de otros momentos, merece una visión más amplia y justa de lo que significa la laicidad del Estado. Me voy a servir de un discurso que pronunció el expresidente francés, Nicolás Sarkozy, en octubre de 2008, y que nos es especialmente cercano porque Francia proclamó la separación de la Iglesia y el Estado en 1905, doce años antes que en Uruguay, con clara influencia sobre nuestro país. Dice: “Ya nadie contesta que el régimen francés de la laicidad es hoy una garantía de libertad: libertad de creer o de no creer, libertad de practicar y de cambiar de religión, de no ser discriminado por la Administración por motivos religiosos...La laicidad se presenta como una necesidad y una oportunidad”. Suscribimos estas afirmaciones. Y continúa: “La laicidad no debería ser la negación del pasado, no tiene el poder de desgajar a Francia de sus raíces cristianas. Ha tratado de hacerlo. No hubiera debido”. También suscribimos estas palabras. Finalmente: “No se trata de modificar los grandes equilibrios de la ley de 1905. Se trata, en cambio, de buscar el diálogo con las grandes religiones de Francia y de tender por principio a facilitar la vida cotidiana de las grandes corrientes espirituales en vez de tratar de complicársela”.

Estas ideas son compartibles por todos –creyentes y agnósticos- y abren grandes posibilidades para el país porque iluminan una nueva etapa del país laico que todos queremos.




Juan Carlos Carrasco
Ingeniero Industrial Mecánico
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 17/06/2020