Presentación


Los artículos que publico en este blog llevan la pretensión de dar a conocer lo que la filosofía y la teología pueden aportar al debate de problemas actuales, ya analizados desde ópticas más tradicionales. Es la otra visión. Algunos de ellos han sido publicados  en la prensa.

 

Juan Carlos Carrasco es ex-profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo y máster en Gobierno de Organizaciones.

 

 

La sombra de Dios

Piero Cruciatti/AFP

 

 

Estos días de debate sobre temas como la eutanasia han sido ocasión de medir el aceite a la profundidad de pensamiento de nuestra sociedad. En qué nivel está la intelligentsia uruguaya. Cuán coherentes y rigurosos son nuestros razonamientos, que nos aseguren que estamos tomando las decisiones correctas, como país.

Por eso tomo el tema de la eutanasia, que es el más reciente. También se podría tomar el tema del aborto o del matrimonio igualitario. El argumento fuerte de los que han presentado el proyecto es que la persona es libre y tiene el derecho de acabar con su vida en determinadas circunstancias. La libertad es el máximo valor en juego, lo demás es consecuencia. Como dijo un periodista de este diario, con la aprobación del proyecto en diputados, hemos dado un paso hacia la libertad.

Según este argumento, la eutanasia nos haría más libres, porque ahora podemos disponer del final de la vida si se presentan las condiciones. Ya habíamos conseguido disponer del comienzo de la vida, a través del aborto, a partir de la misma razón, que es el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo.  O sea, que somos más libres porque hemos adquirido, como sociedad, un poder sobre el inicio y el final de la vida. Nacen quienes dejamos nacer, y mueren quienes dejamos morir. Hemos adquirido señorío sobre la vida. No significa que haya obligación de aplicar el aborto o la eutanasia, pero tenemos el poder de hacerlo.

Este es a mi entender el razonamiento que se ha usado. Será al menos el de la mayoría de los legisladores, si se aprueba el proyecto. Pero cualquier razonamiento, para ser verdadero, debe partir de una evidencia, de una verdad inobjetable que sea patente a todo el mundo. La fuerza de la evidencia es la fortaleza del razonamiento. Y en este caso, hemos tomado como evidente algo que no lo es: que somos dueños de la propia vida. Ahora bien, las evidencias van en sentido contrario. Nadie se ha dado la vida a sí mismo. En todo caso pertenecería a quienes lo engendraron, pero ni aún así decimos que alguien sea dueño de otro. Tampoco somos dueños de los primeros años de vida, sino absolutamente dependientes, y no sobreviviríamos si dispusiéramos solo de nuestra capacidad. Cierto que con el tiempo vamos adquiriendo algunas habilidades, porque aprendemos lo que otros nos enseñan. Quizás al promediar la vida podemos hacer algún aporte más valioso. Pero ya al declinar la vida nuevamente empezamos a depender de los demás, de modo creciente, hasta la última  etapa, en que tampoco sobreviviríamos si no es por un sistema de cuidados. El concepto del “self-made man” es engañoso porque sólo podría aplicarse en la plenitud de la madurez y de la salud, si es que alguien llega a tenerlas en algún momento.

¿Por qué se afirma entonces que somos dueños de la propia vida y podemos ponerle fin cuando tenemos una enfermedad terminal o cuando sufrimos dolores insoportables? Hay que esforzarse en cerrar los ojos a la evidencia para aceptar ese argumento. Pero sí creo que hay una razón para explicar semejante desatino y es que nos vemos obligados entonces a buscar un autor de la vida. Y ese no puede ser otro que Dios. Pero eso supuestamente no se podría decir en el ámbito público, porque hay personas que no lo aceptan y, en atención a ellas, no se puede poner a Dios como causa de algo. En una sociedad laica como la que se ha entendido hasta ahora, no se puede argumentar que algo es intocable porque pertenece a Dios. Quedamos así encajonados entre la evidencia de los hechos y el supuesto respeto a los que piensan distinto, y debemos elegir entre ir contra la evidencia o ir contra los demás.

El estado actual del laicismo no permite evolucionar a formas más libres y más auténticas. Yo creo que cuando se acuñó esta ideología, en el último tercio del siglo XIX, el nombre de Dios estaba “monopolizado” -si se permite hablar así- por la Iglesia Católica. Y el esfuerzo por quitar poder a la Iglesia, que se había desbordado, obedeciendo entre otras a razones del pasado, se transformó en un desplazamiento de Dios en todos los ámbitos. El efecto ha sido que hoy se identifica hablar sobre Dios y ser católico. Es necesaria una actualización del concepto de laicismo en un escenario en que la Iglesia Católica es minoritaria.

¿Qué sucedería si se mantiene este “statu quo”? Serían varias las consecuencias negativas. Habría temas tabú en el ámbito público, por considerárseles ataques contra la paz social. Se establecería una censura a quienes no respeten el silencio laico. Además, se estaría identificando la postura teísta con la fe católica, con injusticia para los primeros, que conviven pacíficamente con la existencia de un Ser Superior. Y sería injusto también para los católicos, discriminados por su fe religiosa. Pero una de las consecuencias más penosas sería vaciar de contenido la cultura en aras de una ideología que no comprende que Dios es esencial al debate público y que impedir que se discuta sobre él no hace más que estancarnos en la pobreza intelectual.    

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el  27/10/2022

 

Un motivo para ser más

 

 

Desde hace 30 años Uruguay no sale de la franja de los 3 millones de habitantes. En 1985, tres países tenían su misma población: Paraguay, que hoy tiene 7 millones; Nicaragua, hoy con 6.5 millones y Costa Rica que tiene 5 millones. Una buena parte de la explicación es la baja tasa de natalidad, que es de 1,95 hijos por mujer, que no alcanza siquiera a reemplazar a los progenitores, y de esa manera la población desciende.
La primera pregunta que debemos responder es si la baja natalidad es realmente un problema y si requiere una solución. La baja natalidad, efectivamente, es un problema porque la seguridad social se volverá insostenible cuando la población activa ya no pueda sostener a la pasiva. Además, una población envejecida como la nuestra, tendrá naturalmente menos espíritu de innovación, y eso nos llevará a quedar retrasados respecto al resto del mundo. Y con menos población, nuestro territorio actual quedará absorbido por los países vecinos, sobre todo Brasil.
Son hechos reales, pero no impulsan a crecer. Nadie piensa en esto a la hora de tener hijos. Sí afecta a la sociedad en su conjunto y por tanto el Estado hace bien en preocuparse. Por eso se habla a nivel parlamentario de crear incentivos económicos, aunque esas medidas generan una primera reacción de rechazo, porque es como si el Estado buscara aumentar la natalidad a través de una recompensa.  Sin embargo, si se piensa que hay muchas personas, sobre todo de escasos recursos, que no pueden tener más hijos por un problema económico, las medidas consiguen un objetivo que es para toda la sociedad: que cada uno pueda tener los hijos que quiera tener. Este problema sí afecta a cada uno: gente insatisfecha por no poder tener los hijos que desea. Reducciones tributarias por hijo, alargamiento de las licencias maternal/paternal, licencia especial en casos de bebés prematuros o con dificultades al nacer, son algunas de las medidas que se tratan hoy en el Parlamento.
Pero algunos insisten en que esas medidas no son eficaces. Por ejemplo, en Singapur, la ayuda económica por nacimiento llega a 10.000 euros -algo inalcanzable para nosotros- y no ha dado resultado. En cambio, en Hungría, se concede un préstamo subsidiado de US$ 33.000 para las parejas que se casan antes de que la mujer cumpla 41 años. Si luego el matrimonio continúa y llega a tener dos hijos, un tercio del préstamo es condonado; y si tiene tres o más hijos se le condona toda la deuda. Allí los resultados han sido positivos: la tasa de fertilidad, después de alcanzar un mínimo de 1,295 nacimientos por cada 1.000 mujeres en 2003, ha crecido lentamente año tras año hasta 1,511 en 2020.
Se puede discutir, pues, la eficacia de las medidas, pero, en cualquier caso, se trata de crear las condiciones para que las parejas tengan los hijos que desean. Por este camino de mayor libertad, podemos bajar hasta la raíz quizás más profunda de la baja natalidad, la que la constituye en un verdadero mal: la desesperanza oculta. Probablemente tendrá más hijos quien tenga más esperanzas en el futuro. Para quienes éste sea el caso, la baja natalidad no es un problema futuro sino un problema actual.
¿Cómo infundir más esperanza en una sociedad? En realidad, todos apuntan a eso: la política, la economía, la información y la cultura. ¡Bueno sería que no! Yo voy a añadir otro campo de acción que es el social. Y dentro de él, el religioso. Si, como queda dicho, el gran resorte para aumentar la natalidad es la propia motivación, se la debe fomentar. Y hay entre las motivaciones una, que es quizás la de mayor poder: la religión. Conocemos los males de las religiones que se salen de su cauce. Producen desastres de inusitada violencia. Y conocemos los bienes que derivan de una religión canalizada por la razón. Porque la religión da nuevos motivos para trasmitir la vida humana. Lo vemos específicamente en la religión judía y en la cristiana. Recuerdo decir a una mujer judía de 4 hijos que su motivación para tener una familia grande era cambiar el mundo. El país necesita nuevas razones para vivir. Y la religión se las puede dar.
¿Y cómo se fomenta la religión? La misma receta de antes: dar más libertad, que se pueda elegir si tener o no una religión, más posibilidades de hacer de su vida, cada uno, lo que quiera hacer. La instrucción religiosa no es en Uruguay un bien fácilmente accesible. La interpretación prohibitiva de la laicidad la ha erradicado del espacio público, que es donde deben estar todas las ofertas de estilos de vida posibles. La religión debe ser enseñada dentro del espacio público a quienes deseen recibirla. Y es el Estado el que debe favorecer la enseñanza de la religión a los que la pidan, y dejar la educación agnóstica a los que también la pidan. Las dos deben ser favorecidas por el Estado, que es justamente lo que compartimos.
Parece que hemos llegado muy lejos con el tema de la demografía. Pero no tanto, si consideramos que estamos hablando de otro Uruguay, también posible, que encante a más gente. 


Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones

Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 7/7/2022

El Papa y la guerra de Ucrania

 

El sábado 14 de mayo, apareció en El País, un artículo titulado “Sácate la caretita”. La tesis es que la guerra de Ucrania ha servido para que los países del mundo se quiten el antifaz y marquen con claridad de qué lado están, entre ellos los latinoamericanos. Pero el papel más infeliz ha sido el que ha jugado hasta ahora el Papa Francisco. Al igual que los papas anteriores, su actitud es de espera para ver qué pasa con el conflicto, y cuando finalice, dar su opinión diplomática.
Para quien mira la Iglesia desde fuera, la visión es necesariamente reducida. Le resulta difícil comprender que, habiendo católicos y cristianos ortodoxos en Ucrania y en Rusia, ésta es una guerra entre cristianos, como ha dicho el Papa, y por eso siente que no debe condenar sino la guerra en sí misma. Vale la pena repasar las acciones del Papa en los primeros 30 días del conflicto, desde el jueves 24 de febrero, cuando se produjo la invasión. El viernes 25 de febrero, el Papa suspendió sus audiencias y fue a la Embajada de Rusia en Roma, en un acto fuera de protocolo, -de hecho, la primera visita del Papa a un embajador-, para expresarle su preocupación y ofrecer sus servicios en favor de la paz. Desde ese momento no ha dejado de ofrecer su mediación, incluso viajando a Moscú, para detener la guerra. Rusia no ha contestado. Ese mismo día llamó por teléfono a Zelensky y le ofreció sus oraciones por su pueblo. El Nuncio del Papa en Kiev fue uno de los pocos embajadores que se quedaron en Ucrania luego de la invasión.
En su primera audiencia pública, el domingo 27 de febrero, condenó la guerra, sin nombrar a Rusia: “Detengan las armas”, pidió. En esa ocasión, invitó a una jornada de oración y ayuno el siguiente 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, día de penitencia para los católicos, con la petición de que todas las personas se sientan hermanas y termine la guerra. Es posible que quien no vea en la Iglesia una realidad espiritual, las jornadas de oración le parezcan al menos insuficientes. Pero hay que tomar en cuenta que el Papa lo pide a 1.300 millones de católicos que rezan juntos por algo, y ese no es un acto intrascendente. También pidió no olvidar las otras guerras como Siria, Yemen y Etiopía, a las que el Papa ha mencionado repetidamente desde hace tiempo y que forman parte de sus preocupaciones.
El presidente Zelensky invitó al Papa a viajar a Kiev porque su presencia tendría un fuerte impacto. El Papa no respondió a esa invitación, pero el domingo siguiente, en la segunda audiencia pública, el Papa anunció que enviaba a 2 personas de alto rango de la Santa Sede -los cardenales Krajewski y Czerny- llevando ayuda a los necesitados y para expresar al pueblo su cercanía. “¡La guerra es una locura! ¡Detenedla por favor!”, expresó.
El 20 de marzo, el número dos de la Santa Sede, el Secretario de Estado Mons. Parolinsky, celebró una Misa por la paz ante el Cuerpo diplomático acreditado, a la que asistieron los embajadores de Ucrania y Rusia. Allí trasmitió las palabras del Papa, en cuanto que lo de Ucrania no es una operación especial, como la llamó Putin, sino una guerra. A continuación, el Papa tuvo una video conferencia con el patriarca ortodoxo Kirill, en la que coincidieron que las iglesias no deben utilizar el lenguaje de la política en esta guerra. Hay que recordar que recordar que la Iglesia ortodoxa se ha caracterizado siempre por una unión con el poder político. También en este caso el patriarca, desde el comienzo de la guerra, ha hablado del peligro de la patria ante el peligro de los poderes que dominan el mundo, de los valores que hay que defender, en línea con el discurso de Putin.
El viernes 25 de marzo, el Papa consagró el mundo -en especial Ucrania y Rusia- al Corazón Inmaculado de María, pidiendo por la paz. El mismo acto se realizó simultáneamente en Fátima, donde en 1917, en plena Revolución rusa y Primera guerra mundial, la Virgen se apareció a tres pastores y les pidió que rezaran por el final de la guerra, pero anunció que habría otra peor si los hombres no se convertían. Les pidió que el Papa le consagrara a Rusia a su Corazón, para que volviera la paz al mundo. Los papas cumplieron con ese pedido de distintos modos y el Papa Juan Pablo II lo hizo justamente un 25 de marzo, en 1984. Cinco años después se produjo la caída del muro de Berlín. La Consagración que hizo el Papa Francisco tiene una larga tradición, que es necesario conocer.
Finalmente, el domingo 27, a un mes del comienzo, en una audiencia pública, el Papa calificó de “invasión” a Ucrania, la “guerra cruel e insensata”, que se ha lanzado.
Los hechos, tomados de las agencias internacionales de noticias, hablan de una repetida condena del Papa a la guerra, sin dejar de nombrar a los protagonistas, señalando las responsabilidades en el conflicto. En fin, con mejor información, el artículo habría sido un mejor artículo.

Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
s
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 30/05/2022