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Piero Cruciatti/AFP
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Estos
días de debate sobre temas como la eutanasia han sido ocasión de medir el
aceite a la profundidad de pensamiento de nuestra sociedad. En qué nivel
está la intelligentsia uruguaya. Cuán coherentes y rigurosos son
nuestros razonamientos, que nos aseguren que estamos tomando las decisiones
correctas, como país.
Por
eso tomo el tema de la eutanasia, que es el más reciente. También se podría tomar
el tema del aborto o del matrimonio igualitario. El argumento fuerte de los que
han presentado el proyecto es que la persona es libre y tiene el derecho de
acabar con su vida en determinadas circunstancias. La libertad es el máximo valor
en juego, lo demás es consecuencia. Como dijo un periodista de este diario, con
la aprobación del proyecto en diputados, hemos dado un paso hacia la libertad.
Según
este argumento, la eutanasia nos haría más libres, porque ahora podemos
disponer del final de la vida si se presentan las condiciones. Ya habíamos
conseguido disponer del comienzo de la vida, a través del aborto, a partir de
la misma razón, que es el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo. O sea, que somos más libres porque hemos
adquirido, como sociedad, un poder sobre el inicio y el final de la vida. Nacen
quienes dejamos nacer, y mueren quienes dejamos morir. Hemos adquirido señorío
sobre la vida. No significa que haya obligación de aplicar el aborto o la
eutanasia, pero tenemos el poder de hacerlo.
Este
es a mi entender el razonamiento que se ha usado. Será al menos el de la
mayoría de los legisladores, si se aprueba el proyecto. Pero cualquier
razonamiento, para ser verdadero, debe partir de una evidencia, de una verdad
inobjetable que sea patente a todo el mundo. La fuerza de la evidencia es la
fortaleza del razonamiento. Y en este caso, hemos tomado como evidente algo que
no lo es: que somos dueños de la propia vida. Ahora bien, las evidencias van en
sentido contrario. Nadie se ha dado la vida a sí mismo. En todo caso
pertenecería a quienes lo engendraron, pero ni aún así decimos que alguien sea
dueño de otro. Tampoco somos dueños de los primeros años de vida, sino absolutamente
dependientes, y no sobreviviríamos si dispusiéramos solo de nuestra capacidad.
Cierto que con el tiempo vamos adquiriendo algunas habilidades, porque
aprendemos lo que otros nos enseñan. Quizás al promediar la vida podemos hacer algún
aporte más valioso. Pero ya al declinar la vida nuevamente empezamos a depender
de los demás, de modo creciente, hasta la última etapa, en que tampoco sobreviviríamos si no
es por un sistema de cuidados. El concepto del “self-made man” es engañoso
porque sólo podría aplicarse en la plenitud de la madurez y de la salud, si es
que alguien llega a tenerlas en algún momento.
¿Por
qué se afirma entonces que somos dueños de la propia vida y podemos ponerle fin
cuando tenemos una enfermedad terminal o cuando sufrimos dolores insoportables?
Hay que esforzarse en cerrar los ojos a la evidencia para aceptar ese
argumento. Pero sí creo que hay una razón para explicar semejante desatino y es
que nos vemos obligados entonces a buscar un autor de la vida. Y ese no puede
ser otro que Dios. Pero eso supuestamente no se podría decir en el ámbito
público, porque hay personas que no lo aceptan y, en atención a ellas, no se puede
poner a Dios como causa de algo. En una sociedad laica como la que se ha
entendido hasta ahora, no se puede argumentar que algo es intocable porque
pertenece a Dios. Quedamos así encajonados entre la evidencia de los hechos y
el supuesto respeto a los que piensan distinto, y debemos elegir entre ir
contra la evidencia o ir contra los demás.
El
estado actual del laicismo no permite evolucionar a formas más libres y más
auténticas. Yo creo que cuando se acuñó esta ideología, en el último tercio del
siglo XIX, el nombre de Dios estaba “monopolizado” -si se permite hablar así- por
la Iglesia Católica. Y el esfuerzo por quitar poder a la Iglesia, que se había
desbordado, obedeciendo entre otras a razones del pasado, se transformó en un
desplazamiento de Dios en todos los ámbitos. El efecto ha sido que hoy se
identifica hablar sobre Dios y ser católico. Es necesaria una actualización del
concepto de laicismo en un escenario en que la Iglesia Católica es minoritaria.
¿Qué
sucedería si se mantiene este “statu quo”? Serían varias las consecuencias
negativas. Habría temas tabú en el ámbito público, por considerárseles
ataques contra la paz social. Se establecería una censura a quienes no respeten
el silencio laico. Además, se estaría identificando la postura teísta con la fe
católica, con injusticia para los primeros, que conviven pacíficamente con la
existencia de un Ser Superior. Y sería injusto también para los católicos,
discriminados por su fe religiosa. Pero una de las consecuencias más penosas
sería vaciar de contenido la cultura en aras de una ideología que no comprende
que Dios es esencial al debate público y que impedir que se discuta sobre él no
hace más que estancarnos en la pobreza intelectual.
Juan Carlos Carrasco
Ex-Profesor de Ética y Cuestiones de Teología de la Universidad de Montevideo.
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 27/10/2022