¿Quién no tiene un amigo que se declare agnóstico? Sobre todo en Uruguay. Yo tengo varios, pero estoy pensando concretamente en uno, que me inspira a escribir este artículo. Es una persona muy agradable, universitario, con buena cultura. Cuando en alguna conversación aflora alguna referencia a Dios, desvía la conversación afirmando que no cree en esas cosas porque es agnóstico. Me ha contado que su madre es católica, aunque no practica, y que él salió a su padre. Lo bautizaron de chico, más por tradición, pero nunca practicó la fe. En la Universidad se transformó en ingeniero y se volvió -según él- muy racional.
No es, sin embargo, una persona antirreligiosa; al contrario, tiene una fe profunda y sincera en la tolerancia, en la fraternidad, en la solidaridad. No es fe en Dios, sino en el hombre y en lo que este puede conseguir por sí mismo, sin necesidad de un Ser Superior, tan lejano como innecesario. Estos sentimientos los ha adquirido, según cree, con el simple devenir de su vida a través de la educación pública. Son valores que el país posee como patrimonio desde su nacimiento como nación. La historia verdadera es que el agnosticismo es la última etapa de un proceso histórico que comienza el catolicismo masón, continúa con el deísmo o religión del deber, y llega al gnosticismo. Así señala Arturo Ardao, que en la década de 1860 se produce una crisis uruguaya de la fe en la que los católicos masones se separarán de la Iglesia, a la que habían pertenecido como miembros activos desde la llegada de la masonería, en 1856, durante el gobierno de Gabriel Pereira. El deísmo se separa de la Iglesia y desarrolla su nueva religión: la religión del deber o religión natural. Recoge una frase de Prudencio Vázquez y Vega: “En la religión del deber existen los elementos necesarios de toda religión, esto es: Dios, el hombre y relaciones entre estos dos seres”. El Dios cercano al hombre, en la nueva religión se sustituye por el Ser Supremo, que no interviene en la vida del mundo. La doctrina de la caridad del mundo católico se transforma en la de la filantropía, que ayuda al hombre sin necesidad de una motivación religiosa. Es una religión escindida pero que continúa como religión.
El agnosticismo es un paso más. El deísmo masónico cede ante el empuje del positivismo. Ardao nos dice que hacia 1880, “con el positivismo filosófico y el naturalismo científico, advienen en el país las formas agnósticas y ateas del racionalismo religioso”. Para el agnosticismo, no se puede conocer si Dios existe o no. No está al alcance de la razón semejante conocimiento, y por eso se debe dejar de lado cualquier argumento en un sentido u otro.
Y es lo que le sucede a mi amigo. Ingresar en el tema religioso es, para él, como adentrarse en una habitación a oscuras, donde no podemos saber qué hay en su interior. Como consecuencia, no se puede -ni vale la pena- hablar de ello. No hay nada para decir. Por eso, cuando llegamos a este punto, mi amigo responde con el silencio.
Esto es para mí una contradicción. Que haya un tema del que no se puede hablar, entre dos personas universitarias, resulta extraño a lo propiamente universitario, característico por su “universalidad” de temas. Nos encontramos frente a la paradoja de una corriente que nació entre intelectuales pero que nos ha conducido a silenciar las opiniones. Ardao nos dice que “el agnosticismo, heredado del precedente positivismo spenceriano, es la filosofía religiosa dominante en el liberalismo, hegemónicamente irradiada desde la cátedra de la Universidad; en Rodó y Vaz y Ferreira tiene este liberalismo agnóstico sus encarnaciones de mayor jerarquía intelectual y de más duradero influjo en el país”.
O sea que nuestra realidad no es la de un país agnóstico. El agnosticismo en nada refleja el sentir de la mayoría de la gente. Pertenece a una élite intelectual, que tomó esta postura religiosa y aprovechó la hegemonía de la universidad estatal para difundirla. No he encontrado agnósticos a nivel popular, en gente de menos cultura. En general aceptan sin reparos la idea de Dios, e incluso les agrada hablar de ello, aunque tengan ideas poco ilustradas y sin práctica religiosa. No saben lo que la palabra agnosticismo significa; más bien afirman que, para ellos es innegable que Dios existe, aunque no van a la iglesia o no creen en los curas.
El silenciamiento que el agnosticismo provoca tampoco es coherente con la conducta. Mi amigo actúa en su vida diaria como si Dios no existiera. En la práctica no se puede mantener la incertidumbre de si existe o no. A la hora de actuar, él vive como si no existiera. Teóricamente, si no sabe si Dios existe, podría vivir como si existiera, que es la otra posibilidad. Pero  esto no ocurre. Se vive como un ateo, sin serlo. Nuestra amistad es fuerte, a base de respeto por las posiciones del otro, que ninguno oculta. Al final creo que es la base de la verdadera tolerancia.
Juan Carlos Carrasco
Ing. Industrial MecánicoMaster en gobierno de organizaciones
Nota aparecida en el diario El Observador de Montevideo el 26 de septiembre de 2019