Vamos terminando gradualmente el período de examen sobre el 2018. Un examen que todo el país realiza al finalizar cada año y que arroja los desafíos que hay que acometer el año próximo. Se escucha que la economía crece bastante menos que antes, que el déficit fiscal ha aumentado, que la inseguridad se ha incrementado y la educación ha empeorado. Hay un consenso bastante generalizado de que esos son algunos de los problemas a resolver. ¿Quién los tiene que resolver? Lamentablemente, en esto también hay bastante consenso: el gobierno. Parafraseando a Artigas, “nada debemos esperar sino... del gobierno”. En consecuencia, iremos a los políticos, especialmente en año electoral, a preguntarles qué van a hacer. Cómo van a impulsar la economía para que el país tenga mayor riqueza. Cómo la van a distribuir. Qué haremos para que los ingresos superen los gastos. Y por supuesto, de qué manera transformaremos la educación para que sea moderna y eficiente. Y así con el resto de los temas que importan. En consecuencia, las expectativas están puestas en ellos.
¿Pero qué sucederá si los problemas no se arreglan? Si seguimos padeciendo los mismos males? Los políticos tienen la culpa -se dirá- porque no supieron arreglar las cosas para que el país “arranque” de una vez. A veces muestran la capacidad, no de resolver problemas, sino de generarlos donde no los hay. Muchas crispaciones y conflictos surgen de errores de gobernantes, desde los líderes de las grandes potencias, a las autoridades locales. Esto ha hecho que la clase política no sea la más valorada en los tiempos que corren. Pues, si los problemas permanecen, se producirá una gran decepción. Y aumentará el pesimismo que tristemente parece formar parte de nuestra identidad. ¡Ojalá me equivocara en esta descripción de sucesos! Porque la realidad es que necesitamos levantar la cabeza y respirar a pulmón lleno, so pena de que haya gente que deje el país y la población siga decreciendo. Soy optimista de que eso no sucederá y que habrá cambios alentadores, aunque es necesario un cambio de paradigma, que nos haga encontrar los resortes que realmente producen los cambios.
A lo largo del siglo XX, el país fue experimentando una progresiva pérdida de vitalidad que se ha transformado casi en agonía en el siglo XXI. Se le podría llamar estatización, pero esto no describe la realidad adecuadamente. El Estado ha ido creciendo porque la sociedad se ha empobrecido en sus energías, en su creatividad, en sus iniciativas. A mi modo de ver, la raíz más profunda es la incomprensión del valor de la libertad o, quizá, la subordinación de su valor a otros que parecen más importantes o más urgentes, como pueden ser, por ejemplo, la seguridad económica y la igualdad por decreto, con la falsa creencia de que sólo el Estado puede conseguirlo. La ideología liberal, con la doctrina batllista de principio de siglo, sembró la sospecha sobre lo privado. El Estado era el garante de toda justicia porque los particulares sólo pueden atender a sus intereses. El incremento de la actividad pública aseguraría la honradez, la igualdad, la prosperidad de la nación. Dentro de esta ideología no cabe la posibilidad de que un ciudadano pueda distribuir riqueza a su alrededor sólo porque se lo dice su conciencia. Esto compete al Estado que es el que piensa en el bien de todos. Y por eso debe ocuparse, no sólo de las tareas inherentes al gobierno de la sociedad, sino también de las actividades que por “seguridad nacional” deben protegerse, como el abastecimiento de combustible, los teléfonos, la electricidad, el suministro de agua. Entonces la libertad de conciencia se recorta y crece el elemento coactivo por excelencia, que son los impuestos, que hacen posible solventar la acción omniabarcante del Estado.
Si la conciencia ética de cada ciudadano es la que dicta el bien que debe hacer -y el mal que no debe hacer-, su función se sustituye por la conciencia del gobernante. Pero quitar la posibilidad de que alguien resuelva por sí mismo lo que puede y debe hacer en provecho de los demás, es disminuir su libertad, y con ello, su responsabilidad. Esto viene sucediendo en nuestro país desde hace tiempo. El campo de la acción personal se va reduciendo. Claro, hay una historia pasada que despierta temor a la libertad de conciencia. El capitalismo, provocado por el liberalismo del siglo XIX, creó enormes abismos de desigualdad y explotación. El campo de batalla de la “lucha por la vida” en que la sociedad se transformó, fue en aumento y engendró más lucha, la de clases. Decía Chesterton, hablando del liberalismo: “El hombre se declaró autónomo, con libertad absoluta respecto a todo, sea Dios, la familia, sus jefes o sus dependientes. Responsable sólo ante sí mismo y su conciencia. Es lógico que para ese sujeto aislado la vida sea una lucha. Struggle for life. Y que su motivación sea sólo su beneficio, aunque conlleva la aniquilación de los más débiles por los más fuertes, al amparo de sus propios intereses. El marxismo transformará al individuo en “masa” y proclamará que existe una ley histórica inexorable que acabará con el capitalismo y creará un mundo de justicia y felicidad”. El estatismo descontrolado fue un remedio más terrible que la enfermedad que pretendía curar.
El triste proceso de pérdida de libertad que comenzó en el mundo con los excesos del liberalismo de fin del XIX, en nuestro país creció con el batllismo de la primera mitad del XX, y se acentuó con el marxismo de la segunda mitad del siglo XX, que sobrevive aún en sectores de la izquierda. Devolver a la sociedad esta libertad y su consiguiente capacidad de crear soluciones y abrir nuevos caminos: he ahí un desafío para la clase política. Dejar espacio a la conciencia de los ciudadanos, sin pretender sustituirla, y ayudarles al mismo tiempo a enfrentar su propia responsabilidad, es una tarea apasionante y posible.
Juan Carlos Carrasco
Ingeniero Industrial Mecánico
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 21/2/2019