La
Iglesia siempre es noticia. Pero a veces las noticias no coinciden con la
realidad de la Iglesia. Las explicaciones son sencillas, pero es verdad que no
siempre lo sencillo es sinónimo de fácil. Dos ejemplos se pueden señalar que
ilustran esta afirmación: la libertad de conciencia y el concepto de cultura: tan
apreciada por el liberalismo, la primera, y por la ideología marxista, la
segunda.
La conciencia es, dentro de la Iglesia,
el punto de apoyo de todo el edificio. La idea de que la fe religiosa obliga a
los creyentes a aceptar verdades contrarias a su sentir, es tan errónea como
poco atractiva. Porque precisamente es a través de la conciencia que se
descubre la realidad, objetivo de cualquier persona
honesta. Más aún: si es posible, lo que se desea es alcanzar sabiduría, que
Aristóteles definió como “gustar de las cosas como las cosas son”. La
Revelación cristiana es fuente de verdad, y la conciencia la reconoce, siempre
que se mantenga libre de intereses personales. Con esa conciencia, la persona descubre
la existencia de Dios; reconoce que su persona no es centro del universo más
que los demás; que el mundo es propiedad de todos, no solamente de los que
indica el mercado o de los dueños del capital. Con esa misma conciencia, el
creyente juzga a la Iglesia y le da su asentimiento. Esta actitud la expresa el
Cardenal John Henry Newman- presbítero anglicano convertido al catolicismo en
1845, nombrado Cardenal en 1879 y beatificado en el 2010, por Benedicto XVI en el
Reino Unido-. En Newman, su conversión es un acto en el que queda de manifiesto
el primado de su conciencia respecto a cualquier otra razón. Luego de su paso
al catolicismo, escribió al duque de Norfolk: “Ciertamente si yo pudiese
brindar por la religión después de una comida –lo que no es muy indicado
hacer-, brindaría por el papa. Pero antes por la conciencia, y luego por el
papa”. Algo tan fundamental como el rol del papado sólo se entiende rectamente
a la luz de la conciencia.
En el campo de la cultura, hay que
entender la presencia de la Iglesia no como la de un cuerpo extraño dentro de
la sociedad, sino la de miembros libres de esa sociedad que viven sus valores
en armonía con los demás que no comparten su religión. Sus ideas y estilo de
vida, junto a las de otras corrientes intelectuales y morales, conforman la
cultura. Así se forjó la cultura de Occidente y el Cristianismo marcó su sello
sobre la vida de ese mundo que es el nuestro. Costumbres originalmente
cristianas, se trasladaron al resto de la sociedad y se hicieron patrimonio común.
Expresiones como “ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y
libre, ni entre varón y mujer, porque todos son uno solo en Cristo Jesús” -presentes
desde el inicio en la Iglesia antigua-, desembocaron en la consideración de la
igual dignidad de todos los hombres. Es cierto que a la humanidad le falta
mucho por recorrer para llegar a las últimas consecuencias de esa idea, pero sabe
hacia dónde camina. No ha sucedido igual en otras civilizaciones. Igual suerte
tuvieron los conceptos cristianos de persona, familia, Estado, ley o Dios.
Pero la cultura es histórica, al
menos en el mundo judío y cristiano. No surge encerrada en sí misma, sino que
fluye con el tiempo. Y durante la modernidad, la cultura dejó de ser
mayoritariamente cristiana. En 1985, en una entrevista, el Cardenal Ratzinger -quien
sería Papa 30 años después-, decía: “Resulta
incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables
para la Iglesia católica” Y añadía: “Los
cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de
la antigüedad”. Este severo juicio sobre el período posterior al Concilio
Vaticano II, no lo atribuía el Cardenal al propio Concilio, sino a dos causas,
una interna y otra externa a la Iglesia. Por un lado, a haberse desatado en el
interior de la Iglesia fuerzas centrífugas que ingenuamente confundieron el
progreso técnico con un progreso espiritual auténtico. Un conflicto interno que
debilitó a la Iglesia. Y externamente, al choque con una revolución cultural de
“ideología radicalmente liberal de sello
individualista, racionalista y hedonista”. Estos dos hechos han llevado a
nuevos parámetros sociales, dejando a la Iglesia en un rol cultural secundario.
En este nuevo escenario, la Iglesia sigue
siendo el conjunto de los cristianos, como se les llamó desde el siglo I, en
Antioquía. Viven sus valores, que trasmiten a los demás, y los reciben de
ellos. No siempre coinciden, pero responden a un pensamiento auténtico. Está a
la vista lo que han opinado en temas de reciente legislación. Se oponen al
aborto, por ejemplo, porque consideran que no es la vía para salvaguardar los
derechos de las mujeres. Abominan, como todos, de los abusos sexuales que han
salido a la luz en el último tiempo. O si no aceptan el matrimonio igualitario
es porque piensan que no es un matrimonio y no soluciona las situaciones de
discriminación que existen. Esta es la auténtica visión de una Iglesia
auténtica, tal como cualquier persona que defienda la diversidad espera
recibir. Por este camino se enriquecen mutuamente Iglesia y cultura.
Juan Carlos Carrasco
Ingeniero Industrial Mecánico
Master en Gobierno de Organizaciones
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 24/12/2018
Artículo aparecido en el diario El Observador de Montevideo el 24/12/2018