En contra de lo que parece, el estatismo no es un problema sólo económico, sino primeramente de naturaleza social, y para hallar el fundamento de ese fenómeno es preciso escuchar antes a la filosofía que a la economía. Un fenómeno que tampoco está exento de una reflexión teológica. Fichte afirma que “cuando se quita un Absoluto, otro ocupa su lugar”. En Uruguay, a lo largo del siglo XX, se fue produciendo la sustitución de Dios –entiéndase religión y valores religiosos- por el Estado. Se quitó al Dios verdadero, y el Estado se transformó en un dios, el verdadero dios con minúscula del que hablaba el diario El Día. Al dios del Estado se le da culto, se le pide todo lo que se necesita, de él se espera protección y seguridad y educación y salud. Desde el nacimiento hasta la muerte, el Estado –como un dios- protege y guarda a cada individuo. Es en ese sentido que se puede hablar de fenómeno religioso. No es exagerado comparar nuestro siglo XX al de la Roma imperial, cuando se exigía tributar culto al Emperador. En Roma todavía se puede ver el “Ara pacis augustae”, el altar a la paz de Augusto emperador.
Pero el Estado no es Dios. Es un dios débil que puede ser dominado por intereses sectoriales o ideologías. Y cuando eso sucede, el estatismo desmesurado es precisamente el instrumento que permite que esos intereses o ideologías se impongan a toda la sociedad. El Estado se transforma en el medio más eficaz para que esos intereses o esa ideología se expandan. En un país democrático, el partido más votado es el que detenta el poder y éste puede cambiar de mano, eventualmente en cada elección. Pero la debilidad no está en la rotación de partidos sino en la ideología que domina al partido de gobierno de turno. Las ideologías son radicalmente monopólicas. Son mucho más graves que otros monopolios. No permiten disensos: auténticamente no permiten pensar de otro modo. Esa opresión se hace tan insoportable que suele terminar en el imperio de la fuerza, bien para imponer la ideología o bien para rebelarse contra ella. Así sucedió con el principismo liberal del siglo XIX que terminó en el militarismo de 1875. Con el batllismo del primer cuarto de siglo que también tuvo su golpe de Estado. Y más próximo, el marxismo, que en buena parte forzó el régimen militar de 1973.
La radicalidad de la ideología trae aparejada la división en dos bandos que pugnan entre sí. Sólo se puede estar en uno u otro, y si se está en uno, se debe soportar la persecución del otro. El principismo liberal dividió la sociedad en “cultos y bárbaros”. El batllismo creó también dos mundos: lo público y lo privado. El marxismo, el capitalismo y el trabajo. La visión distorsionada de la realidad y su correspondiente radicalización es artificial y sólo existe en la mente del ideólogo. El ideólogo se aleja de la realidad y eso le impide encontrar soluciones a problemas reales. No son gobernantes, son soñadores: ellos ven lo que otros no llegan a ver por su miopía. La bipolaridad de estas ideologías no es más que un eco de la izquierda y derecha de la Revolución francesa. Valga esta cita de Blanco White, periodista que escribía desde Londres sobre la marcha de las Cortes extraordinarias de Cádiz, de 1812, el intento liberal español de Constitución: “En el estado actual, no es la nación española quien decide sobre su constitución y su modo de existencia política; es un partido que quiere fundar una Constitución a su modo, a despecho de otro, que si llega a tener poder, hará lo mismo respecto del que ahora domina. Los triunfos que se ganan de este modo no producen más que división y desorden. Más vale caminar de acuerdo hacia el bien en una dirección media que haga moverse a la nación entera, que no correr de frente atropellando y pisando a la mitad de ella” (1).
Volvamos al principio: ¿cómo puede achicarse el Estado? O bajando más aún a la realidad: ¿cómo puede reducirse la plantilla de funcionarios estatales? Solamente si los actores sociales que intervienen en el quehacer nacional se despojan de la ideología que los hace creer, a cada uno, que es el Mesías salvador, y se unen para solucionar el verdadero mal: la estatización. El gobierno deberá despojarse de su rol de empresario para actuar como gobernante, que sólo le compete a él. Los empresarios serán los creadores de empleo porque sólo ellos tienen la creatividad y los medios para hacerlo. Los sindicatos son una ayuda imprescindible para el gobierno y los empresarios representando a quienes mantienen relaciones de dependencia en el mundo laboral. Al desprenderse de una masa importante de funcionarios, el gobierno bajará drásticamente tarifas e impuestos y trasladará a los empresarios y a los sindicatos la responsabilidad de brindar trabajo y seguridad a quienes deben dejar su cargo público. ¿Es posible? Depende de que cada uno esté dispuesto a bajar de su pedestal.
(1) Suárez, Federico, Las Cortes de Cádiz, Rialp, Madrid, 1982, p. 192.
Artículo publicado en el diario EL OBSERVADOR de Montevideo el 1º de junio de 2017.